No se trata de
rivalidades, no se trata de discutir sobre la piel compartida, de competir por el número de conquistas del uno y el otro, ni preocuparse de si los otros te dieron
un beso aquí o allá, lo hicieron de un modo distinto o semejante al mío,
aportaron más placer.
Tampoco consiste en
reprimir los celos ni ponerse en la vengativa posición de censurar las
caricias. Tampoco significa que seamos mejor o peor que nadie.
Son el tiempo y el
espacio las dimensiones eternamente enfrentadas que puntualmente colisionan.
Entonces es nuestro momento, y las bocas se aproximan y los alientos se tocan y
las manos resbalan por las respectivas
superficies al descubierto de nuestros “yo”.
Quizás tu las
prefieras de tu tierra, auténticas, con la psicología exacta de las mujeres del
país, la manera de moverse, de vestirse, de hablar, de plegarse a los designios del macho.
Pero yo no soy así, no soy ni de aquí, ni de allá, ni me interesa tener una
patria. Pero a mi no me importa si a quien doy amor es blanco o negro o chino o
indio o tiene camisas bonitas, o prefiere esto en lugar de aquello. Lo que
realmente me importa es que estamos, que queremos, que en ese momento, en ese
fortuito encuentro del espacio con el
tiempo nos deseamos y compartimos. Y hasta amamos.
Somos jóvenes,
deliciosamente jóvenes.
Vivamos
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