No hay nada como el dolor de perder un cuento. El momento terrible de abrir
el editor y encontrarte el documento en blanco. Se te desencaja la mandíbula,
se te quiebran los dedos en el teclado, tus pupilas orbitan confusas de un lado
al otro de la pantalla. Pero es inútil, solo hay blanco. Nunca habías odiado
tanto ese color. Antes de resignarte te lanzas a un último intento desesperado.
Buscar en la papelera, buscar por si lo salvaste con otro título en algún otro
espacio del disco duro. Pero no, era tu cuento, era tu título, te acuerdas
perfectamente. Sientes sobre tu espalda la mirada avergonzada de dos mil años de
escritores. De repente te viene a la mente aquella escena de película de época
en la que la señorita se precipita desesperada sobre la carta del amante que el
padre despiadado ha arrojado al fuego. El grito desgarrado de la señorita son
tus maldiciones a viva voz a los updates
de Windows.
Ya puede morir el padre, la madre, los hermanos o el perro. Ya pueden caerse
las paredes de la casa a jirones. El dolor de perder un cuento supera a
cualquier otro. Y te empeñas en buscar inútilmente las palabras que escribieras
¿hace cuánto? Un mes, dos, ¿un año acaso? Obstinada, te das una y otra vez con
el puño en la cabeza tratando de reconstruir a trancazos las frases exactas que
componían ¿Qué era? ¿Una historia?
Te tiembla el cuerpo de sudores. No hay rosas para este funeral. Se
contiene una lágrima, y con ella, los huesos vacíos de las palabras muertas.