domingo, 7 de julio de 2013

Yo confieso

Queremos la exclusividad. 

Perseguimos la exclusividad.

La sometemos, la manoseamos, la abrazamos con tantas ansias que algún día nos ahogaremos en ellas.

Somos los proxeletas de la exclusividad.

Zapatos que nadie tenga. El póster original de la primera producción de Fellini, 1950. Relojes cucu que sólo unos pocos pueden comprar. Paquete de viaje a playas vírgenes. Ese saludo tan peculiar con la cabeza. Canción inédita de Tom Waits. Doblar cuatro veces la manga de la camisa. El tatuaje de un artista independiente.

Una idea mía y solo mía.

Somos los centinelas de la exclusividad.

Tenemos que evitar a toda costa las comparaciones, así que torcemos la sonrisa cuando alguien descubre en nuestros ojos la mirada de otro o en nuestras ropas el estilo de algún “celebrity” del momento al tiempo que rogamos a nuestro ombligo que nos perdone el descuido de haber repetido una frase hecha, de haber disfrutado del último hit del verano, de haber utilizado tenedor estando tan lejos la cuchara, de haber sentido el mismo dolor y de la misma forma que lo sienten tantos otros.

Proclamamos nuestra exclusividad.

Gritamos sobre los libros que somos exclusivos. Cantamos en los programas de televisión que somos exclusivos. Juramos frente a las redes sociales que somos exclusivos a rebosar.

Y puesto que exclusivos, reclamamos a dentelladas el derecho incuestionable de que se nos dedique la máxima atención en todas nuestras acciones.

Admiración

Amor incondicional

Agradecimientos

Petición de ayuda o consejo

Aplausos por nuestra tremenda valentía de rebelarnos frente a lo convencional.



Y entonces la incomprensión. La cúspide de nuestra originalidad acumulada. El trono de un entendimiento que el resto ni siquiera es capaz de palpar.




Somos exclusivamente egocéntricos. 

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