Queremos la exclusividad.
Perseguimos la exclusividad.
La sometemos, la manoseamos, la
abrazamos con tantas ansias que algún día nos ahogaremos en ellas.
Somos los proxeletas de la
exclusividad.
Zapatos que nadie tenga. El póster
original de la primera producción de Fellini, 1950. Relojes cucu que sólo unos
pocos pueden comprar. Paquete de viaje a playas vírgenes. Ese saludo tan
peculiar con la cabeza. Canción inédita de Tom Waits. Doblar cuatro veces la
manga de la camisa. El tatuaje de un artista independiente.
Una idea mía y solo mía.
Somos los centinelas de la
exclusividad.
Tenemos que evitar a toda costa las
comparaciones, así que torcemos la sonrisa cuando alguien descubre en nuestros
ojos la mirada de otro o en nuestras ropas el estilo de algún “celebrity” del
momento al tiempo que rogamos a nuestro ombligo que nos perdone el descuido de
haber repetido una frase hecha, de haber disfrutado del último hit del verano,
de haber utilizado tenedor estando tan lejos la cuchara, de haber sentido el
mismo dolor y de la misma forma que lo sienten tantos otros.
Proclamamos nuestra exclusividad.
Gritamos sobre los libros que somos
exclusivos. Cantamos en los programas de televisión que somos exclusivos.
Juramos frente a las redes sociales que somos exclusivos a rebosar.
Y puesto que exclusivos, reclamamos a
dentelladas el derecho incuestionable de que se nos dedique la máxima atención
en todas nuestras acciones.
Admiración
Amor incondicional
Agradecimientos
Petición de ayuda o consejo
Aplausos por nuestra tremenda valentía
de rebelarnos frente a lo convencional.
Y entonces la incomprensión. La
cúspide de nuestra originalidad acumulada. El trono de un entendimiento que el
resto ni siquiera es capaz de palpar.
Somos exclusivamente egocéntricos.
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