miércoles, 23 de enero de 2013

La ciudad perdida

Levana se postró ante las murallas derruidas de la ciudad deshecha. Recorrió con sus ojos los torreones rotos, los arcos hundidos, las tallas desplomadas. Sin atreverse a adentrarse en sus entrañas, se acercó a la puerta verde principal. Palpó la madera astillada, donde deberían leerse las palabras "Reinado de Tallin, erigido y protegido por la tierra", no había más que materia quebrada y punzante. Levana acarició las puertas sin poder reprimir un sollozo. Tarde, como siempre, llegaba tarde. Cruzó las puertas y sólo encontró viento al otro lado. Viento silbante, cargado de espectros, cargado de derrota. Levana sintió la rabia creciendo en su interior, la impotencia, el vacío exasperante de aquellas miles de ruinas. ¡Ahhhhrg! Soltó un grito, dejándose caer y golpeando los puños contra el suelo. Una onda de energía la envolvió, sus bordes vibrando en súbitas oleadas azules, demasiado potente para poderse contener por mucho tiempo.

Marshe se acercó lentamente a la su maestra, despejando como pudo la onda de su alrededor.

- Mi señora, yo, lo siento mucho- sólo se le ocurrió decir agarrando suavemente del hombro a Levana. Observó el polvo del adoquinado del suelo levantado y los restos de utensilios y armas desperdigados.

Levana levantó la vista, absorta, mirando a ninguna parte.

-¿De que me vale el poder, Marshe? ¿De que me han servido todos estos años en el templo? ¿Para qué convertirme en toda una maestra?

Marshe se revolvió incómodo, sin saber qué responder.

-Todos estos años estudiando, entrenando, mejorando. He sufrido, Marshe, he soportado las humillaciones de los maestros, la lejanía del hogar. Renuncié a mi familia y a mis amigos ¿Y todo para qué? Para traer la gloria a mi ciudad, para volver y demostrarle a mi padre que soy digna de ser la hija del príncipe.

Marshe observó a la maestra con súbita sorpresa.

-No, Marshe, no eran mis riquezas lo que quería salvar de esta ciudad, era a mi familia, a la ciudad entera.

Marshe seguía sin saber que contestar. Apenas recordaba ya a su familia, tres años en el templo y ya era incapaz de dibujar sus rostros. Sabía que tenía una hermana mayor, Maren, que lo bañaba, lo llamaba "duende" y le encantaba cocinar con miel. Su padre, solía estar siempre de cacería, se sentaba muchas noches con él, a la luz del fuego, a contarle las batallas de la famosa "Guerra del grano". Su madre, atendiendo a los mellizos pequeños, era una mujer menuda y cariñosa. Solía revolverle el pelo, mi "hombrecito" le decía y le plantaba un beso.

Hacía tres años que nadie le daba un beso.

-Mi señora- se le ocurrió de repente- no hay cuerpos.
-¿Cómo?
-Que no hay cuerpos, es como si alguien hubiera recogido a los caídos y se los hubiera llevado. No creo que los soldados enemigos hubieran hecho eso, ¿no?
- Tienes razón, Marshe- contestó Levana, levantándose lentamente, sopesando la observación de su pupilo. ¡No hay ni siquiera miembros! La excitación corría en su interior. Se dio la vuelta rápidamente y abrazando a  Marshe le plantó un beso en la mejilla. -Al Santuario, Marshe, tenemos que ir al Santuario- ordenó agitadamente, con la esperanza resplandeciendo en sus pupilas.

Marshe se puso en marcha tras su maestra, pasando confundido su mano por la mejilla. Acababa de acordarse de cómo eran los besos.

jueves, 17 de enero de 2013

Intercepción

Una vela prevalecía encendida, titilando, aproximándose al mismo final inevitable de sus otras compañeras. La contemplé en silencio, meditando  sobre lo paradójico de mi comportamiento. Nunca me gustaron las velas.

Nunca me gustaron, esa luz mortecina que obliga a entrecerrar los ojos para distinguir lo que sea, las conversaciones a media voz, la lentitud a la que de repente se someten los movimientos, el adormecimiento.

Me trajiste velas. La primera vez que cenamos juntos no se te ocurrió otra cosa que plantar dos de esos cachivaches sobre la mesa, así; como pollas erectas. Recuerdo que en aquel instante concluí que jamás podríamos tener una relación seria.

¿En que momento cambié de opinión?

No eran solo las velas; también tu manía de acomodarte las mangas de la camisa cada dos por tres, de chasquear los labios con cada disgusto, de tu "vale" hueco en cada frase, de robarme las sábanas durmiendo cada noche.

¿En qué momento empecé a adorar las Fondue? ¡Si ni siquiera puedo pronunciarlo bien!

Me molestaban demasiadas cosas de ti y sin embargo en algún punto, en algún número de nuestros muchos encuentros empecé a quererte.

Y ahora me siento entre paredes pintadas de verde. Con una foto de Russian red pegada a la puerta del  refrigerador. Con un colgador de abrigos. Con un Vermut en una estantería. Con la colección de películas de los años cincuenta. Con y con y con y con.

¿Qué hacen unos zapatos rojos en mi armario?
¿Por qué tengo un libro de Eduardo Punset bajo mi cama?
¿Desde cuando suelto un "vale" en cada frase?

Lo nuestro fue hermoso, nos dijimos. Corto pero intenso. Primero novios, después vivir juntos y de repente un día ¡crack! Todo se derrumbó por su propio peso. Lloramos, nos abrazamos, pero al fin nos despedimos sin mayores dramas ni dilaciones.

Vuelta a la normalidad, vuelta a la vida de antes, vuelta a dormir con sábanas por la noche. Y sin embargo.

No se es la misma persona. Algo ha transmutado dentro de mí. Algo te ha asimilado hasta la médula y tu aún sigues presente, en mi encender de velas, en las Fondue, en la guitarra de Russian red, en la voz enlatada de los personajes blanqui-negros de los cincuenta. En, en, en.

Te llevo en cada uno de mis gestos imposibles que tu conseguiste que llegaran a ser.

Y tú,

¿Con cuanto te quedaste de mi?