domingo, 1 de diciembre de 2013

La guardiana del segmento

Se imponen las reglas. Ellas llegan, con la cabeza bien alta, cargadas de rodillos del tamaño de titanes. Son invencibles, lo saben, lo anuncian a gritos en cada centímetro que pisan con cada uno de los gramos del peso de sus pasos. Reglas. Bienvenidas. Piadosas heroínas siempre a tiempo para salvarnos. Dos más dos y etcétera, lógico ergo válido. Y así andamos, unos tras otros, en una fila perfectamente delineada por las reglas al frente, las reglas a la cola, barnizando con sus titánicos rodillos de conductas nuestros actos. Buenos días, permiso, gracias, inconsciencia de la buena educación perfectamente implementada.

Reglas, 90 grados exactos. Si yo no llamo tu no llamas y tu no llamas porque yo no llamo y a la primera cita ni se te ocurra pasar de un choque de manos o como mucho un par de besos y/o un abrazo y adiós a las 12 como cenicienta no sea que pierdas los zapatos. Los dos. Y tengas que volver a casa acribillándote los pies por el camino de cristales. Y.

Las reglas nos sostienen erguidos, mirando al frente, avanzando. No importa si nos perdemos el paisaje de los lados, o nubes negras se agolpen sobre nuestras cabezas, siempre y cuando miremos al frente en la linea del progreso y no nos tropecemos. Caernos nos haría cambiar la perspectiva. No necesitamos ver las cosas de otro modo.

Así que está bien, juguemos, ajustémonos a las reglas, dejemos que el orden juegue por nosotros. Es lo más cómodo.

domingo, 17 de noviembre de 2013

El cuerpo y sus ausencias

Estamos restringidos por el cuerpo que habitamos. La longitud de nuestras extremidades determinan la velocidad de nuestros actos, la fisionomía de nuestros ojos decide sobre lo que vemos o no podemos ver cuando los despojamos de artificios. El tamaño de nuestra boca limita la cantidad de comida que podemos acomodar en una cucharada o la grandeza de un beso. Nos duele aquí, somos más flexibles en una parte que en otra, nos quedamos ensimismados ante el espejo a menudo, simplemente evaluando el andamio que nos sostiene.

A veces no nos sentimos dueños de nuestro cuerpo, sino atados a un extraño cuyos caprichos no logramos entender. En esas ocasiones actuamos impulsados por un mecanismo de cuerda, sin ni siquiera preocuparnos en tomar consciencia de su presencia. Nuestras acciones se convierten en cosas que pasan. Nos convertimos en pasivos espectadores de un teatro chino en el que apenas alcanzamos a adivinar la substancia de las sombras.

Ahora que llega el invierno, empiezo a padecer de estos estados. Me descubro a mi misma con la mente en ningún lugar y me asalta la sensación de que mis ideas se diluyen en torbellinos acuosos con los que es imposible establecer un flujo lógico. Materia gris a la deriva.

Sin hacer alusiones a la lluvia, eterna compañera en estas latitudes, la desnudez de los árboles detiene mis miembros en algún punto frente a la ventana. En este momento me gustaría poder preguntarle a mi cuerpo desdoblado por qué ese sentimiento de nerviosismo, de espera, de añoranza de evasión. Pero cuando el cuerpo ha decidido tajantemente echarnos de la casa, golpeándonos con el palo de la escoba de barrer hasta la puerta, es inútil esperar por sus respuestas.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Olor

Lo primero que se quedan son los olores. De repente llegas a tu casa y no te encuentras en tu propia ropa cuando aspiras. Es una sensación extraña, casi una pérdida de identidad. El olor se convierte en una mezcla transfigurada del uno y el otro, que insiste en permanecer pegada a la piel. No suelo atender a los aromas, el olfato es de entre los sentidos el hermano mediano que permanece ignorado. Sin embargo, en esos momentos de volver a casa, de aspirar la ropa, de comprobar los remanes del amor compartido en la piel, me aferro a los olores más que nunca y me dejo mecer por la memoria.

domingo, 27 de octubre de 2013

Prisioner's dilema

Contradicciones,

Dos respuestas, una en cada mano, un problema irresoluble. Ejecutar una de las soluciones, inmediatamente anula la función de la otra. Y la pregunta pendiente seguirá flotando en el aire, imparcial a los derroteros de los pros y los contras y los peros y los si una cosa, entonces.

El prisionero se encoge en la esquina de su cubículo penitenciario mordíendose las pocas uñas que le quedan. Alguna vez se llamaron socios, pero en el talego nadie es amigo de nadie, esa es la regla general. A su compañero le ha tocado hablar primero, ¿habrá roto el pacto de silencio? El prisionero tiembla, sabe que si lo imputan como el mentor le esperan 20 años de cárcel,  mientras que si es considerado colaborador a partes iguales con su socio la sentencia se reduce a 10. El dilema es la vieja y desgastada duda de hasta que punto se puede confiar en el contrario, ¿resistirá su cómplice el acoso de los policías?¿cómo de duros serán estos policías?

El prisionero percibe que el tiempo pasa, el compás imaginario de las manillas de un reloj retumba en su cerebro. Es una pena que no haya relojes en la cárcel. Podría dedicarse a contemplarlos inútilmente, como los empleados en las horas de trabajo o los escolares en las tediosas lecciones, alzando los ojos una y otra vez hacia la esfera blanca y rezagada. La ilusoria sensación de controlar el tiempo es comparable a un bálsamo adulterado.

Se escuchan pasos en el pasillo. Martilleo de rejas, una llave que gira, el chirrido de la puerta al abrirse, al cerrarse y el giro que sella la cerradura. Cuanto desearía el prisionero poder hablar con su compañero, aunque fuera en soplidos, aunque sólo pudieran mirarse el rostro. Pero a cambio tiene las botas que se acercan, clareando de vez en cuando entre las sombras. Es su turno, le toca.

¿Delatará a su socio como el cabecilla del delito?¿Confiará en su pactada fidelidad y repartirá la responsabilidad en partes iguales? ¿Acaso considerará la posibilidad de negarlo todo?

El tic tac del reloj imaginario revienta en campanadas.

domingo, 7 de julio de 2013

Yo confieso

Queremos la exclusividad. 

Perseguimos la exclusividad.

La sometemos, la manoseamos, la abrazamos con tantas ansias que algún día nos ahogaremos en ellas.

Somos los proxeletas de la exclusividad.

Zapatos que nadie tenga. El póster original de la primera producción de Fellini, 1950. Relojes cucu que sólo unos pocos pueden comprar. Paquete de viaje a playas vírgenes. Ese saludo tan peculiar con la cabeza. Canción inédita de Tom Waits. Doblar cuatro veces la manga de la camisa. El tatuaje de un artista independiente.

Una idea mía y solo mía.

Somos los centinelas de la exclusividad.

Tenemos que evitar a toda costa las comparaciones, así que torcemos la sonrisa cuando alguien descubre en nuestros ojos la mirada de otro o en nuestras ropas el estilo de algún “celebrity” del momento al tiempo que rogamos a nuestro ombligo que nos perdone el descuido de haber repetido una frase hecha, de haber disfrutado del último hit del verano, de haber utilizado tenedor estando tan lejos la cuchara, de haber sentido el mismo dolor y de la misma forma que lo sienten tantos otros.

Proclamamos nuestra exclusividad.

Gritamos sobre los libros que somos exclusivos. Cantamos en los programas de televisión que somos exclusivos. Juramos frente a las redes sociales que somos exclusivos a rebosar.

Y puesto que exclusivos, reclamamos a dentelladas el derecho incuestionable de que se nos dedique la máxima atención en todas nuestras acciones.

Admiración

Amor incondicional

Agradecimientos

Petición de ayuda o consejo

Aplausos por nuestra tremenda valentía de rebelarnos frente a lo convencional.



Y entonces la incomprensión. La cúspide de nuestra originalidad acumulada. El trono de un entendimiento que el resto ni siquiera es capaz de palpar.




Somos exclusivamente egocéntricos. 

martes, 25 de junio de 2013

Yo declaro


No se trata de rivalidades, no se trata de discutir sobre la piel compartida, de competir por el número de conquistas del uno y el otro, ni preocuparse de si los otros te dieron un beso aquí o allá, lo hicieron de un modo distinto o semejante al mío, aportaron más placer.

Tampoco consiste en reprimir los celos ni ponerse en la vengativa posición de censurar las caricias. Tampoco significa que seamos mejor o peor que nadie.

Son el tiempo y el espacio las dimensiones eternamente enfrentadas que puntualmente colisionan. Entonces es nuestro momento, y las bocas se aproximan y los alientos se tocan y las manos resbalan  por las respectivas superficies al descubierto de nuestros “yo”.

Quizás tu las prefieras de tu tierra, auténticas, con la psicología exacta de las mujeres del país, la manera de moverse, de vestirse, de hablar, de plegarse a los designios del macho. Pero yo no soy así, no soy ni de aquí, ni de allá, ni me interesa tener una patria. Pero a mi no me importa si a quien doy amor es blanco o negro o chino o indio o tiene camisas bonitas, o prefiere esto en lugar de aquello. Lo que realmente me importa es que estamos, que queremos, que en ese momento, en ese fortuito encuentro del espacio con el tiempo nos deseamos y compartimos. Y hasta amamos.

Somos jóvenes, deliciosamente jóvenes.

Vivamos 

jueves, 2 de mayo de 2013

All those moments will be lost on time, like tears in rain

Cada viaje era una huida. Esa era su verdad, su única certeza. Hubo un tiempo en el que clamaba convencida de que viajaba porque la apasionaba, por la necesidad inevitable de perderse en lo ajeno, en las lenguas incomprensibles, en los olores recién conocidos, en las curiosas costumbres, en la hospitalidad gratuita y reconfortante de los autóctonos que siempre le ha sorprendido, sobretodo si es el Norte.

Hubo un tiempo en el que no se lo pensaba dos veces para coger las maletas y andarse a caprichos el mundo.

Cada par de calcetines empaquetado, cada bolsita de plástico envolviendo líquidos de no más de 100ml, cada sobrecito de azúcar roto, o la caricia de las yemas de los dedos sobre la rugosa superficie del billete. Cada tic tac del reloj apresurando, cada vez era una nueva aventura, un nuevo emprender, un renacer.

La maleta hecha, rodando, el pasaporte sobre la cama, casi olvidado. El taxista recogiendo las monedas.

Atención, por favor, atención

Pasajeros del vuelo KL3714

Cuiden sus pertenencias

Duty free

La maleta rodando por los pasillos ennegrecidos de la terminal. En el movimiento constante e imparable de la cinta mecánica veía claramente el fluir de aquellos recuerdos tiernos de sus primeros viajes.  ¿Se alejaban de ella? ¿También huían?

Cada viaje no era sino una huida, siempre lo había sido. Huir del fracaso en un examen, huir de un amor quebrado, huir de la dejadez de un amigo, del calor en las aceras, del rumiar acartonado del telediario o del beso pastoso de la abuela, a un lado, a otro, ¡Uy, mi niña, cuanto has crecido!. Huir del paso inagotable de lo mismos peatones sobre las mismas calles.

Huir del rostro lastimero de si mismo.

Múltiples huidas hacia una realidad más amable.

Siempre había huido, siempre sigue huyendo.

miércoles, 23 de enero de 2013

La ciudad perdida

Levana se postró ante las murallas derruidas de la ciudad deshecha. Recorrió con sus ojos los torreones rotos, los arcos hundidos, las tallas desplomadas. Sin atreverse a adentrarse en sus entrañas, se acercó a la puerta verde principal. Palpó la madera astillada, donde deberían leerse las palabras "Reinado de Tallin, erigido y protegido por la tierra", no había más que materia quebrada y punzante. Levana acarició las puertas sin poder reprimir un sollozo. Tarde, como siempre, llegaba tarde. Cruzó las puertas y sólo encontró viento al otro lado. Viento silbante, cargado de espectros, cargado de derrota. Levana sintió la rabia creciendo en su interior, la impotencia, el vacío exasperante de aquellas miles de ruinas. ¡Ahhhhrg! Soltó un grito, dejándose caer y golpeando los puños contra el suelo. Una onda de energía la envolvió, sus bordes vibrando en súbitas oleadas azules, demasiado potente para poderse contener por mucho tiempo.

Marshe se acercó lentamente a la su maestra, despejando como pudo la onda de su alrededor.

- Mi señora, yo, lo siento mucho- sólo se le ocurrió decir agarrando suavemente del hombro a Levana. Observó el polvo del adoquinado del suelo levantado y los restos de utensilios y armas desperdigados.

Levana levantó la vista, absorta, mirando a ninguna parte.

-¿De que me vale el poder, Marshe? ¿De que me han servido todos estos años en el templo? ¿Para qué convertirme en toda una maestra?

Marshe se revolvió incómodo, sin saber qué responder.

-Todos estos años estudiando, entrenando, mejorando. He sufrido, Marshe, he soportado las humillaciones de los maestros, la lejanía del hogar. Renuncié a mi familia y a mis amigos ¿Y todo para qué? Para traer la gloria a mi ciudad, para volver y demostrarle a mi padre que soy digna de ser la hija del príncipe.

Marshe observó a la maestra con súbita sorpresa.

-No, Marshe, no eran mis riquezas lo que quería salvar de esta ciudad, era a mi familia, a la ciudad entera.

Marshe seguía sin saber que contestar. Apenas recordaba ya a su familia, tres años en el templo y ya era incapaz de dibujar sus rostros. Sabía que tenía una hermana mayor, Maren, que lo bañaba, lo llamaba "duende" y le encantaba cocinar con miel. Su padre, solía estar siempre de cacería, se sentaba muchas noches con él, a la luz del fuego, a contarle las batallas de la famosa "Guerra del grano". Su madre, atendiendo a los mellizos pequeños, era una mujer menuda y cariñosa. Solía revolverle el pelo, mi "hombrecito" le decía y le plantaba un beso.

Hacía tres años que nadie le daba un beso.

-Mi señora- se le ocurrió de repente- no hay cuerpos.
-¿Cómo?
-Que no hay cuerpos, es como si alguien hubiera recogido a los caídos y se los hubiera llevado. No creo que los soldados enemigos hubieran hecho eso, ¿no?
- Tienes razón, Marshe- contestó Levana, levantándose lentamente, sopesando la observación de su pupilo. ¡No hay ni siquiera miembros! La excitación corría en su interior. Se dio la vuelta rápidamente y abrazando a  Marshe le plantó un beso en la mejilla. -Al Santuario, Marshe, tenemos que ir al Santuario- ordenó agitadamente, con la esperanza resplandeciendo en sus pupilas.

Marshe se puso en marcha tras su maestra, pasando confundido su mano por la mejilla. Acababa de acordarse de cómo eran los besos.

jueves, 17 de enero de 2013

Intercepción

Una vela prevalecía encendida, titilando, aproximándose al mismo final inevitable de sus otras compañeras. La contemplé en silencio, meditando  sobre lo paradójico de mi comportamiento. Nunca me gustaron las velas.

Nunca me gustaron, esa luz mortecina que obliga a entrecerrar los ojos para distinguir lo que sea, las conversaciones a media voz, la lentitud a la que de repente se someten los movimientos, el adormecimiento.

Me trajiste velas. La primera vez que cenamos juntos no se te ocurrió otra cosa que plantar dos de esos cachivaches sobre la mesa, así; como pollas erectas. Recuerdo que en aquel instante concluí que jamás podríamos tener una relación seria.

¿En que momento cambié de opinión?

No eran solo las velas; también tu manía de acomodarte las mangas de la camisa cada dos por tres, de chasquear los labios con cada disgusto, de tu "vale" hueco en cada frase, de robarme las sábanas durmiendo cada noche.

¿En qué momento empecé a adorar las Fondue? ¡Si ni siquiera puedo pronunciarlo bien!

Me molestaban demasiadas cosas de ti y sin embargo en algún punto, en algún número de nuestros muchos encuentros empecé a quererte.

Y ahora me siento entre paredes pintadas de verde. Con una foto de Russian red pegada a la puerta del  refrigerador. Con un colgador de abrigos. Con un Vermut en una estantería. Con la colección de películas de los años cincuenta. Con y con y con y con.

¿Qué hacen unos zapatos rojos en mi armario?
¿Por qué tengo un libro de Eduardo Punset bajo mi cama?
¿Desde cuando suelto un "vale" en cada frase?

Lo nuestro fue hermoso, nos dijimos. Corto pero intenso. Primero novios, después vivir juntos y de repente un día ¡crack! Todo se derrumbó por su propio peso. Lloramos, nos abrazamos, pero al fin nos despedimos sin mayores dramas ni dilaciones.

Vuelta a la normalidad, vuelta a la vida de antes, vuelta a dormir con sábanas por la noche. Y sin embargo.

No se es la misma persona. Algo ha transmutado dentro de mí. Algo te ha asimilado hasta la médula y tu aún sigues presente, en mi encender de velas, en las Fondue, en la guitarra de Russian red, en la voz enlatada de los personajes blanqui-negros de los cincuenta. En, en, en.

Te llevo en cada uno de mis gestos imposibles que tu conseguiste que llegaran a ser.

Y tú,

¿Con cuanto te quedaste de mi?