domingo, 17 de noviembre de 2013

El cuerpo y sus ausencias

Estamos restringidos por el cuerpo que habitamos. La longitud de nuestras extremidades determinan la velocidad de nuestros actos, la fisionomía de nuestros ojos decide sobre lo que vemos o no podemos ver cuando los despojamos de artificios. El tamaño de nuestra boca limita la cantidad de comida que podemos acomodar en una cucharada o la grandeza de un beso. Nos duele aquí, somos más flexibles en una parte que en otra, nos quedamos ensimismados ante el espejo a menudo, simplemente evaluando el andamio que nos sostiene.

A veces no nos sentimos dueños de nuestro cuerpo, sino atados a un extraño cuyos caprichos no logramos entender. En esas ocasiones actuamos impulsados por un mecanismo de cuerda, sin ni siquiera preocuparnos en tomar consciencia de su presencia. Nuestras acciones se convierten en cosas que pasan. Nos convertimos en pasivos espectadores de un teatro chino en el que apenas alcanzamos a adivinar la substancia de las sombras.

Ahora que llega el invierno, empiezo a padecer de estos estados. Me descubro a mi misma con la mente en ningún lugar y me asalta la sensación de que mis ideas se diluyen en torbellinos acuosos con los que es imposible establecer un flujo lógico. Materia gris a la deriva.

Sin hacer alusiones a la lluvia, eterna compañera en estas latitudes, la desnudez de los árboles detiene mis miembros en algún punto frente a la ventana. En este momento me gustaría poder preguntarle a mi cuerpo desdoblado por qué ese sentimiento de nerviosismo, de espera, de añoranza de evasión. Pero cuando el cuerpo ha decidido tajantemente echarnos de la casa, golpeándonos con el palo de la escoba de barrer hasta la puerta, es inútil esperar por sus respuestas.

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